LA FELICIDAD SEGÚN FREUD Y SEGÚN SANTO TOMÁS DE AQUINO


FUENTE: SOCIEDAD TOMISTA ARGENTINA


Santo Tomás analiza el tema de los distintos objetos en los que la gente pone, equivocadamente, la felicidad. Pero muestra también en qué radica la verdadera bienaventuranza.

Freud rechaza los principios evangélicos que fundamentan la cultura cristiana, y por eso quiere imponer un cambio radical en ella. El centro del problema es la felicidad que, para el fundador del psicoanálisis, consiste en el principio del placer por el que debe regirse toda la conducta humana. Santo Tomás analiza el tema de los distintos objetos en los que la gente pone, equivocadamente, la felicidad. Pero muestra también en qué radica la verdadera bienaventuranza. La enfermedad del hombre es la infelicidad, a la que llega por ignorancia o por rechazo de su verdadero bien, el fin último al que debe dirigir sus conductas, y en el cual consiste la santidad. 

Si bien desde el punto de vista filosófico el pensamiento psicoanalítico (Freudiano) es muy elemental, no podemos desconocer el desproporcionado éxito que ha alcanzado en la cultura contemporánea; y, en parte, gracias a la difusión dada por los mismos cristianos con su enseñanza en los ámbitos académicos, sobre todo en aquellos a los que se les reconoce autoridad por ser católicos.

Pero más allá de sus graves errores y de su inexplicable triunfo en gran parte del
mundo occidental y cristiano, no podemos dejar de considerarlo un paradigma en cuanto a la
gran ignorancia del hombre actual sobre su fin último y el objeto de la felicidad.

Explica Santo Tomás que el concepto de fin tiene dos sentidos: uno, el objeto mismo que deseamos alcanzar, que es Dios, y otro que se refiere a la posesión, uso o fruición de lo que se desea.(22) La bienaventuranza es la perfección última del hombre, una operación por la que se une la mente con Dios, y es una, contínua y sempiterna.
Pero no sólo existen los hombres que equivocan el camino por ignorancia, también vemos a muchos que –conservando vestigios de la cultura cristiana– conocen el fin último del
hombre, saben que reside en la contemplación de Dios, pero viven “como si” no lo supieran.


Ponen sus afanes en cosas terrenales, y buscan con enmascarada vehemencia la felicidad en
bienes creados. Se dispersan en el activismo de la vida moderna o se concentran para lograr
sus fines aparentes.

Las consecuencias son tanto o más graves que las que acontecen en los ignorantes, porque escinden profundamente su personalidad (que es causa de patologías psíquicas) y, como dice Santo Tomás, el hombre se entristece por no tener unidad, porque “el bien de cada ser consiste en cierta unidad, por lo mismo que cada ser tiene en sí unidos los elementos constitutivos de su perfección. (...) De ahí que todos naturalmente apetezcan la unidad,”.(28)

Y es así como nos encontramos con cristianos apesadumbrados, tristes, frustrados, sumidos en ‘incomprensibles’ angustias, atemorizados por la posible pérdida de bienes terrenos en los que han puesto sus esperanzas.

Los bienes mundanos no deben impedir el orden a la felicidad perfecta. Dice e Angélico que “no es lícito esperar bien alguno como último fin, fuera de la bienaventuranza eterna, sino sólo como ordenado a este fin de la santidad,”(29) Porque entonces surge el temor mundano, que es malo, pues nace del amor mundano, el cual teme perder lo temporal que ama, y que realmente –al no poder durar para siempre– algún día perderá.

Para vencer la ignorancia y mover los corazones vino Cristo, y la cultura europea –que
niega sus raíces– ha tenido un papel muy importante en la historia de la Evangelización.
Ahora, nuestra cultura está enferma (bien llamada “cultura de la muerte”); los hombres están enfermos, y no sólo de un leve ‘malestar’, han perdido el uso de la razón. Y vemos que la raíz más profunda del sufrimiento es precisamente la ausencia de Dios (31), pues sólo la fe es la fuerza purificadora de la razón(32).

Decía S.S. Juan Pablo II que el hombre “es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura
a la que pertenece.”(33) Por eso frente a la infelicidad, la enfermedad que aqueja a gran cantidad de personas de nuestra época, tenemos una grave responsabilidad. Hay que “hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: “Nos apremia el amor de Cristo” (2 Co 5,14)”.(34)