“Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca.” (Ap3.16)
El Catecismo de la Iglesia Católica al exponer los pecados contra la caridad nos enseña que la tibieza es uno de ellos y la define como “una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad”. La tibieza es una actitud de indiferencia hacia las cosas de Dios, que se manifiesta en una postura humana de mediocridad, de abandono de las cosas pequeñas.
Es una flojera del alma que sobreviene cuando una persona quiere acercarse al Señor con regateos, sin renuncia, sin lucha, sin abnegación, se olvida del primer precepto del cristianismo –el amor a Dios- incurriendo en el juicio del Espíritu Santo: “tengo contra ti que dejaste tu primera caridad”. Se transcurren los días de nuestras vidas, quizá ya desde hace tiempo, como por un plano levemente inclinado hacia abajo. Seguramente se habrá dejado de luchar al inicio en pequeñas cosas de nuestra vida de piedad seducidos por el enemigo que pretende hacer creer que el llamado a la santidad es solo para algunas pocas almas y que al de fin de cuentas todos iremos al Cielo.
En la primera mitad del siglo XX escribía San Josemaría Escrivá de Balaguer: “tienes obligación de santificarte. –Tú también. – ¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? – A todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto”.
“Nos quedamos removidos, con una fuerte sacudida en el corazón, al escuchar atentamente aquel grito de San Pablo: “esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (I Tes. IV,3). Hoy, una vez más me lo propongo a mí, y os lo recuerdo también a vosotros y a la humanidad entera: ésta es la Voluntad de Dios, que seamos santos” y advertía: “Lucha contra esa flojedad que te hace perezoso y abandonado en tu vida espiritual. – Mira que puede ser el principio de la tibieza….., y, en frase de la Escritura, a los tibios los vomitará Dios.”
Como toda enfermedad, la tibieza también tiene síntomas manifiestos. Santo Tomás de Aquino diagnosticaba la enfermedad como “una cierta
tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos espirituales a causa del esfuerzo que comportan” y sobre los mismos también escribió el santo de Barbastro: “eres tibio si haces perezosamente y de mala gana las cosas que se refieren al Señor; si buscas con cálculo o “cuquería” el modo de disminuir tus deberes; si no piensas más que en ti y en tu comodidad; si tus conversaciones son ociosas y vanas; si no aborreces el pecado venial; si obras por motivos humanos”
Pero hay más síntomas. De las cartas, sermones y constituciones de San Antonio María Zaccaria se pueden
“La tibieza ‘odia’ el fervor”
• “Guárdate de decir: ‘no quiero hacer tanto bien’, porque si actúas así, estás en peligro”
• “Huye de pensar que tengas bastante con lo que has empezado.”
• “Debéis no sólo conservar, sino aumentar vuestro fervor, porque no progresar es retroceder.”
Se puede observar externamente nuestra tibieza cuando nos volvemos caprichosos, deseamos más cosas, nos creamos más necesidades, somos menos desprendidos, hablamos con frecuencia de nosotros mismos, solo por nombrar algunas muestras externas de este mal para el alma.
Esta enfermedad espiritual tiene remedios que nos ayudarán a fortalecer la voluntad debilitada, para que el alma pueda reconocer su estado y así podamos reaccionar. Será necesario asistir a un retiro espiritual para que Dios nos haga ver donde hay que luchar, tomar muy en serio la santidad, amar la Cruz del Señor que nos llevará a tener una lista de varias mortificaciones diarias y a sacrificarnos por los demás por amor a Él uniéndonos a Su Cruz. Tener un plan de vida espiritual preciso, acudir a la dirección espiritual y por último será determinante tener una profunda devoción a María Santísima.
Para poder salir de la tibieza será necesario querer, no habrá fórmulas mágicas e instantáneas, sino una firme resolución de la voluntad como lo explicaba San Josemaría: “Me dices que sí, que quieres. – Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito sensual su placer? – ¿No? – Entonces no quieres.